miércoles, 9 de enero de 2013

Finalistas del concurso de relatos ¡comienzan las votaciones!

Hola!!

Por fin llego el esperado momento de presentar a los finalistas de nuestro concurso de relatos ¡que emoción! pero antes de nombrar los 5 finalistas me gustaría dar las gracias a todos los participantes, realmente todos los relatos que hemos recibido son estupendos! Muchas gracias por participar, por confiar en nosotros y por vuestra dedicación, nunca perdáis esa ilusión por crear historias! Ojala os pudiese premiar a todos, pero eso no puede ser...y luego de leer, releer, y mucho tiempo empleado en valorar los relatos, aquí os presentamos la decisión final! Os cuento como ha sido el proceso... nosotros, los administradores hicimos una preselección de 15 relatos (aunque  todos los relatos fueron remitidos a la editorial) y Irene M.Calpe del  Departamento de Edición y Derechos de Ediciones Versátil ha sido la encargada de la valoración final y estos han sido los afortunados.... 

  • Erase una vez un jardín en mi bolsillo
  • Se acabaron las lagrimas
  • Despierta
  • El bosque
  • La leyenda de Damira y sir Ackles
¡Enhorabuena!

Recordad que las votaciones son de manera anónima, por lo tanto pido a los autores de los relatos que mantengan el anonimato hasta finalizar el concurso.

Ahora os cuento como serán las votaciones,  aquí debajo quedan expuestos los 5 relatos finalistas y al final de todo de la entrada, encontraréis un formulario que rellenar para dar vuestro voto. Para asegurarnos de que la votación se hace de manera justa y no se vota al "tun tun" , el formulario incluye unas preguntas sobre cada relato, que deberéis contestar para confirmar que los habéis leído (si, somos un poco retorcidos pero nos gustan las cosas bien hechas). Son preguntas muy sencillitas que se contestan perfectamente si se han leído, y...para que nos perdonéis "tanto trabajo" que os damos, y para agradecer vuestro tiempo, entre todas las personas votantes sortearemos un cheque regalo por valor de 10 euros para canjear en www.amazon.es pero ¡ojo! solo se podrá canjear en la sección de librería, siendo un concurso literario nos parece lo más correcto.

Los votos que nos lleguen con las respuestas a las preguntas incorrectas serán considerados nulos.

Puede votar cualquier persona que lo desee, no es necesario ser seguidor del blog n ningún otro requisito, aunque si deseáis quedaros sois mas que bienvenidos :)

Agradezco enormemente la difusión para conseguir el mayor numero de votos posibles, os dejo un banner que podéis llevaros a vuestro blog enlazandolo a esta entrada. 


Recogeremos votos hasta el día 26 de enero a las 00.00 y el ganad@r se hará publico el dia 27 a la misma hora, igual que el ganad@r del cheque ¡A votar! Mucha suerte!



Érase una vez un jardín en mi bolsillo

Cada vez que Isabel abría un libro sentía fuerzas para adentrarse en la historia, sumergirse en otros mundos desconocidos pero palpables a través de palabras que recorrían sus labios mientras leía. Le gustaba hacerlo en voz alta, cuidando su entonación, mientras su pupila la escuchaba con atención. Rara vez Laura se distraía con las historias que Isabel le contaba. Escuchar no era como escribir, cuando lo hacía su pequeña mente confundía las letras que se le volvían del revés y cuando leía, intentando imitar a su maestra, sus letras bailaban deformándose y adquiriendo formas difusas difíciles de descifrar. Era lenta en su aprendizaje y, con gran pesar, sus padres habían acabado aceptando que fuera la última de la clase exceptuando las clases de educación física, que era cuando la pequeña adelantaba al resto de los compañeros de su clase. Mientras Laura corría se sentía libre y, la velocidad en aquel breve momento de llegar a la meta marcada por su profesor, le servía para que su autoestima subiera unos pequeños peldaños antes de que se precipitara hacia el vacío cuando se quedaba en blanco ante un examen. Cada tarde, Isabel, la vecina de al lado de su casa, había entrado a formar parte de su vida, con unas clases de repaso que poco a poco se fueron convirtiendo en complicidad entre ambas. A Laura, que no comprendía porque sus padres pasaban tan poco tiempo con ella, le agradaba estar en casa de Isabel porque olía a madera, cálida y confortable, tan diferente al olor a plástico que desprendía su madre pues trabajaba en una fábrica donde predominaba este material. Isabel nunca la reñía cuando se equivocaba, ni subía el tono de su voz, ni tan siquiera fruncía su entrecejo. Simplemente se limitaba a explicárselo de otra forma hasta que ella comprendía. Sus notas, desde que Isabel había tomado el mando con sus lecciones, habían subido unas décimas que, aunque no eran suficientes para aprobar, valían para que Laura fuera progresando lentamente. Laura en clase era una niña ausente porque se despistaba con el simple vuelo de una mosca, desviando su atención en las patas del insecto que se movían y despertaban su interés mientras los demás ya habían terminado todas las divisiones escritas en la pizarra.
Isabel terminó de leer el fragmento del libro que sostenía entre sus manos, previamente lo había sospesado, incluso olido, ya que amaba cada línea que lo componía. Eran palabras del ayer, de su niñez que transcurrió entre fábulas y cuentos que se convirtieron en sus amigos imaginarios. Iba a preguntarle algo a Laura sobre la historia que le había leído, arrastrando las palabras para hacerlas durar porque, temía que al terminarla, la nostalgia invadiría su alma cubriéndola de hojas tostadas y caducas. Pero Laura, aquel día de primavera, tenía otros planes-.
— ¿Paseamos por el jardín? –le preguntó Laura inquieta.
Isabel asintió con un movimiento casi imperceptible conteniendo un suspiro, a lo que su alumna, se situó detrás de su silla y empezó a empujarla hasta que las ruedas rodaron por el parquet dirigiéndose hacia la salida. Cuando vislumbraron el jardín tan bien cuidado gracias a las manos de aquel jardinero que Isabel había contratado, la naturaleza apareció con fuerza ante sus pies, los de Laura moviéndose sin pausa, los de Isabel inmóviles, anclados en su silla de ruedas. Un torbellino de olores y colores se extendía con todo su esplendor. Marzo ya se había despedido y abril entraba pisando fuerte, rebrotando y haciendo florecer todo lo que se encontraba en su camino.
—Mañana vendrá Alí y echará en falta las flores que ahora estás cogiendo –le advirtió Isabel a
Laura-.
La pequeña cesó en su intento de regalarle a su maestra un ramillete de flores variadas. Al final se acercó a Isabel y le tendió tres margaritas.
—Toma –le dijo- para que no estés triste.
A la pequeña Laura no se le escapaba ni una del estado de ánimo de Isabel que había decaído notablemente conforme había avanzado la clase. El libro, que ahora descansaba en el pupitre del estudio, le había hecho pensar en sus proyectos de futuro que tenía por entonces, en los hijos  que  no  había tenido  y,  en Fermín,  que  la había  abandonado al  sentirse  incapaz  de cuidarla. Él fue un cobarde y ella lo dejó marchar con un severo temblor en su corazón que removió sentimientos de autodestrucción pues dentro de sí sabía que no la quería lo suficiente como para estar a su lado luchando contra lo incierto. Fermín siempre había sido amigo de la vida fácil que teñía su existencia de colores brillantes y claros, compañero de las fiestas que brindaba entre risas con ella o con cualquiera que no conociera la palabra problemas. Eran demasiado  jóvenes  para  pensar  en  un  futuro  aunque  tenían  algunos  planes  pero,  el diagnóstico contundente pronunciado por un médico especialista con mucha labia, arrancó la juventud de Isabel marchitándola y agriando su carácter. Sin Fermín, Isabel se instaló a la casita adosada donde vivía su madre porque su progenitora, mujer viuda y con agallas afiladas, decidió cuidar de ella ahora que no podría valerse por sí misma. La palabra inútil circulaba por su cuerpo enviando mensajes intermitentes a su cerebro que la hacían flaquear en su intento por contenerse. Isabel lloró durante muchas noches, ahogando su boca contra la almohada porque, sus planes de viajar por el mundo se habían aguado, diluyéndose sus pensamientos entre suspiros porque ya no los sentía realizables. No fue hasta que unos días después de convivir con su madre que entró en el estudio y la calma allí la invadió, centenares de libros la esperaban con infinidad de historias por relatar, eran las estanterías que completaban la colección que su padre, su abuelo e incluso su bisabuelo habían estado reuniendo durante toda su vida. No sobraban géneros, ni ideas, ni imaginación, los muebles estaban repletos de armoniosa sabiduría, de sueños por alcanzar, clasificados por temática y ordenados alfabéticamente. Sólo faltaba que alguien quisiera leerlos. Isabel se sumergió durante meses en estas historias que la llevaron a mundos paralelos, lejanos y bien dispares. Viajó por tierras irreconocibles a través de su imaginación que fluía de una manera densa como fuente en vida y, se separó de su vida marcada por su E.M, pequeña combinación de siglas pero que para ella pesaban, poderosas, más que ninguna letra del alfabeto. Su madre, observándola repetidas veces a través de la puerta entornada, la trajo otra vez a la tierra diciéndole que había oído en la cola de la panadería los lamentos de los padres de Laura por la incapacidad de su hija para aprender a leer y, sin pensarlo, se ofreció a que Isabel le impartiera clases pues pensó que les vendrían bien a ambas. Las dos se hicieron un favor mutuo: Isabel con necesidad de compartir su  afición  y  trasladarle  a  la  pequeña  Laura  lo  que  durante  años  había  aprendido  en  sus estudios de pedagogía que nunca había puesto en práctica; Laura, con necesidad de aprender, para ser igual que sus compañeros y, trasladarle a la joven Isabel sus inquietudes y sus preguntas, donde su maestra, siempre tenía una respuesta para ella que le venía como anillo al dedo. Y el tiempo pasó entre clases, constancia y algunos débiles progresos donde todo lo que Isabel le enseñaba a Laura empezó a dar sus frutos, primero fueron verdes pero poco a poco y,
con mucho mimo, maduraron.  La voz por el barrio de lo que estaba haciendo Isabel con Laura empezó a correr de boca en boca y, muchos padres que temían que sus hijos fueran a sacar malas notas, acudieron a ella. A Isabel le llovieron muchas ofertas de trabajo, de padres que conocía de vista y otros que no, y empezó a tener distintos alumnos que requerían de su maestría.
—Tienes un don -le decía su madre no sólo para animarla sino porque realmente era cierto-, sácale partido.
Su única condición era que las clases fueran particulares, quería un trato de tú a tú con el niño en cuestión y lo que era más peculiar era su forma de pago. Isabel nunca aceptó dinero a cambio de una clase, sólo aceptaba libros de diferentes temáticas siempre que el alumno se lo hubiera leído antes. Su amor por la lectura era inmenso y de esta forma muchos de los niños que educó aprendieron el valor que tenían las páginas escritas. Isabel añadía continuamente nuevos artículos a su biblioteca gracias a sus clases que impartía con mucho empeño, y al fin, cuando los tuvo todos documentados y digitalizados abrió su biblioteca particular al público de su ciudad. Numerosas personas acudían cada día en su casa, adaptándose a un horario que ella había  preestablecido,    a  recorrer  estanterías  y,  a  cambio  de  sus  préstamos,  siempre  le regalaban cualquier novedad literaria.
El pasado otoño Isabel recibió una llamada telefónica con voz extranjera preguntándole si también impartía clases para adultos. A ella, que siempre le habían gustado los retos, se preguntó por qué no. Alí se presentó a su casa a la mañana siguiente, quería aprender español para sacarse el carnet de conducir, lo hablaba bien pero tenía dificultades con la lectura. Así empezaron sus clases, un día Isabel le preguntó a Alí cuál era su vocación a lo que él respondió sin dudar que ser jardinero. El jardín de su casa estaba bastante abandonado desde que su padre había fallecido de manera inesperada e Isabel pensó que, a cambio de clases, Alí podría cuidar de él. Así fue, el jardín fue cambiando poco a poco de aspecto con las manos expertas de aquel hombre que se desvivió por él. Cuando Alí aprobó el tan ansiado carnet de conducir quiso continuar con las clases de Isabel una vez a la semana.
—Cuando me voy, Isabel, te dejo el jardín pero me llevo otro en mi bolsillo –le dijo él una tarde.
Ella lo miró confundida, pues no entendió el significado de sus palabras. A lo que Alí se sacó el libro que ella le acababa de prestar de su bolsillo raído.
—Es un proverbio de mi tierra –le aclaró él-. Cada libro es un jardín que se lleva en el bolsillo – y le guiñó el ojo-. Yo creo que esta biblioteca maravillosa que tienes es como un pequeño bosque en crecimiento, compuesto de pequeños jardines que prestas a la gente para permitirles soñar. ¿Tú también sueñas Isabel?
Ella no contestó en el acto, sus sueños. por culpa de la esclerosis múltiple que avanzaba y la había acabado prostrando en su silla de ruedas, se habían desvanecido hacía tiempo pero no quería que Alí lo notara a lo que contestó con voz ronca:
—Sí, supongo que sí, como todos…
Esta era la conversación que ella ahora recordaba con las tres margaritas que Laura le acababa de regalar entre sus dedos. Tuvo ganas de deshojarlas para preguntarles qué le deparaba su destino pero se contuvo y al cabo de poco cambió de idea, las pondría en un jarrón con agua para que duraran lo más posible. De haberlo hecho, las flores le hubieran contestado que se avecinaba un cambio en su vida. La tarde terminó de una forma abrupta para la pequeña Laura cuando su madre la vino a buscar pues para ella el concepto del tiempo no existía a causa de su déficit de atención. Isabel volvió a entrar en su estudio y se zambulló en una lectura que la distrajo de sus pensamientos tristes.
A la mañana siguiente, Alí apareció puntual con su amplia sonrisa que esbozó nada más verla. Se sacó el libro amarillento y gastado del bolsillo y le dijo con su voz amable:
—   Gracias por permitirme soñar, señorita.
El hombre aquel día se armó de valor, llevaba días sospesando la posibilidad de estar con Isabel de una manera más próxima e íntima pero temía un rechazo por parte de ella que se mostraba esquiva cuando alguna vez había intentado hablarle de sus sentimientos. Se agachó y,  delante  del  rosal  de  flores  blancas,  la  besó.  Fue  un  beso  imprevisto  para  Isabel  que entreabrió los labios y se dejó amar por Alí mientras notaba su sabor a té con una pizca de especias,  que  era  la  bebida  que  siempre  tomaba.  Viajó  a  través  del  beso  con  su  simple contacto tímido y deseó acariciar las anchas espaldas de Alí y recorrer su cabello negro y rizado. Ahora sí, se sentía con ganas de emprender un nuevo episodio en su vida y sus ojos brillaron antes esta posibilidad que se abría como las flores de su jardín.
En los días que vinieron el murmullo del amor recorrió sus cuerpos templados y el carácter agrio de Isabel se fue endulzando suavemente. Alí siempre era atento con ella y los fines de semana empezaron a salir convirtiéndose en compañeros inseparables.
A principios de verano ella sintió la punzada de escribir sus experiencias y, mientras la luna lunera se divisaba en el horizonte presidiendo la noche, empezó su primer relato con estas palabras:
“Érase una vez un jardín en mi bolsillo…”
Las palabras fluían como un manantial fresco y puro, las llevaba dentro desde hacía muchos años y, mientras sus dedos recorrían las teclas de su ordenador, Isabel pensó que era el momento de compartir sus pensamientos con el mundo. Así fue, después del primer relato, sus letras engrosaron su biblioteca con algunos tomos propios que prestó a los vecinos de su ciudad. Algunas eran propias experiencias, otras simplemente obras de ficción que inventó con gran pasión. Se había convertido en escritora, el sueño que tenía desde niña y que aquella lejana tarde no le había confesado a Alí pero él se lo había acabado descubriendo.
—   ¿Por qué no escribes y me permites entrar en tu jardín? –le preguntó Alí después del primer beso.
A lo que ella, sintiendo las fuerzas de la inspiración entre sus venas, asintió embelesada.



SE ACABARON LAS LÁGRIMAS


Corría desesperadamente, adentrándome en el oscuro bosque. Mis piernas se movían por propia voluntad, esquivando rocas, ramas caídas y mantos de hojarasca. Quería escapar, huir del maldito lugar al que nunca había llamado hogar. De repente, un rayo de sol, victorioso en su lucha contra las ramas de los árboles, me deslumbró, cegándome por completo. Como consecuencia, caí de bruces con un ruido sordo en el escurridizo suelo. El golpe me dejó mareada, así que me quedé un rato allí tumbada; sin pensar, sin sentir nada. Así todo era más fácil: si no pensaba, no me desesperaba; si no me desesperaba, podía seguir adelante. Seguir sin sentir dolor.
Me volví en el suelo hasta quedar tumbada boca arriba, aquella única luz que había logrado abrirse camino entre las copas de los árboles me iluminó en el rostro, reconfortándome con su tibio calor. Parpadeé un par de veces, sentía los ojos hinchados y pesados. A mi alrededor todo era silencioso, siniestro y amenazador. Entonces me di cuenta de un detalle: me encontraba en lo más profundo del bosque. ¿Cómo había llegado hasta allí? No creía haberme adentrado tanto.
Cerré los ojos, cansada, y lancé un largo suspiro. Entonces recordé por qué estaba allí.
Era una mañana soleada de un cálido otoño. Estaba preparando gachas para el desayuno que más tarde se comería el alcalde del pueblo, es decir, mi padrastro; mi torturador.
Desde que había muerto mi verdadero padre y mi madre había contraído matrimonio con ese hombre, mi vida había sido nefasta. Dejé a mis amigos de lado y me abandoné a mí misma con tal de complacerle, tal como quería mi madre, pero algo en mi interior estalló aquella mañana.
Él bajó por las escaleras, meneando su enorme barriga que le impedía verse los pies. Tenía la cabeza parcialmente calva y una enorme papada sostenía su cara. Lo peor de todo eran sus orejas y su boca, desmesuradamente grandes. Se acercó a mí lentamente, por detrás.
—Huele a muerto… —masculló con voz hastiada. Me miró con unos ojos de ratón, llenos de odio. Olisqueó con su nariz aguileña, dejando a las vista unos pelos negros y largos—. ¿Qué estás cocinando?
—El desayuno —musité con un hilo de voz, temblando de miedo. Dio un paso hacia mí,
acortando la distancia que nos separaba. Estiró su grueso cuello, tratando de ver por encima de mi hombro.
—¿Y esperas que me coma eso?
Señaló con un dedo la olla que tenía ante mí, su voz denotaba repugnancia. Yo me quedé paralizada, con la mente en blanco a causa del terror. Aún estaba recuperándome de la última paliza.
—¡Eh! ¡Contéstame! —su grito resonó en mis oídos, dejándome sorda unos segundos. Alcé los ojos, aunque a causa de las lágrimas, apenas pude distinguir su figura. No reaccioné a tiempo y, antes de que me diera cuenta, comenzaron los golpes. De un puñetazo me tumbó en el frío suelo, en la caída me golpeé la espalda contra la mesa, haciendo que todo lo que había sobre ella se tambaleara. Con un gemido de dolor traté de protegerme. Me encogí, formando un ovillo, mientras me propinaba más patadas.
No sé si fue el miedo a morir, o el dolor constante; no lo recuerdo bien. Aún así, sé que conseguí
esquivar los últimos golpes haciéndome a un lado, me levanté y cogí la olla que contenía las gachas ardientes, con un grito de rabia la arrojé contra mi agresor y un alarido de dolor resonó por toda la casa. El hombre empezó a retorcerse por el suelo, sintiendo cómo se abrasaba su piel; un reguero de sangre se deslizaba desde su frente, allí donde la olla le había golpeado. Yo me quedé petrificada, observándole en silencio. Entonces miré hacia la puerta trasera de la cocina: estaba entreabierta. Respiré profundamente y, con una tranquilidad escalofriante, me dirigí hacia ella. Una vez en la calle, eché a correr.
—Sólo sé huir… Soy una cobarde —pensé en voz alta, abatida.
—¡No! Eso es lo que él quiere que creas —dijo una voz a mis espaldas—. Deberías ser fuerte y seguir luchando.
Me incorporé inmediatamente, asustada. Giré la cabeza, mirando en todas direcciones, pero el
bosque parecía tan solitario como hacía unos instantes.
“¡Genial! Encima de ser una inútil, me estoy volviendo loca”, pensé. “¿Qué será lo próximo?”
—Tal vez me haya encontrado…
Hinqué una rodilla en la tierra húmeda y volví a inspeccionar los alrededores. Me aterrorizaba la idea de que me atrapara mi torturador. No quería volver a ese horrible lugar.
—Levántate y lucha. No te rindas. —Aquella voz habló con serenidad. Parecía estar muy cerca.
Sentí cómo mi corazón se aceleró de pronto. Me puse en pie de un salto y apreté los puños, dispuesta a plantar cara. ¡No eran alucinaciones, realmente había alguien que me acechaba desde la oscuridad!
—¡Sal y muéstrate, cobarde!
—¿Quién es el cobarde aquí? —preguntó con burla.
Entonces, supe a quién pertenecía aquella voz. ¿Cómo no me había dado cuenta hasta ahora?
¿Pero, qué hacía aquí y desde cuándo me observaba?
De repente, una figura descendió del árbol que tenía a mis espaldas. Me giré automáticamente, como si un resorte se hubiese accionado en mi interior. Sin embargo, no me moví del sitio, en su lugar empecé a sollozar. Estaba cansada de todo. Cansada de vivir con miedo.
—Andrew… Has vuelto…
El chico permaneció a unos pasos de mí, me observó en silencio con las manos en los bolsillos y, al ver mis cristalinas lágrimas descendiendo por el óvalo de mi rostro, se acercó con lentitud. Me rodeó con un reconfortante abrazo y susurró con dulzura:
—Tranquila, ya estoy aquí. No volverás a estar sola.
Alcé la mirada, cruzándola con sus hermosos ojos esmeraldas. Aquella mirada llena de paz y calidez hizo que desapareciera la melancolía que se había adueñado de mí. Le miré durante un largo tiempo, cerciorándome de que no era una ilusión. Sí, era Andy. No había duda. Era la persona más importante para mí, el único que sabía lo que pensaba y cómo me sentía en esos momentos. ¿Cuándo dejé de hablar con él? Ya no lo recordaba. ¿Por qué permití que se alejara de mí?
—Andrew, ¿cuándo has…?
—No hay tiempo para hablar de eso —dijo el chico, cogiéndome el rostro con dulzura—. Sólo necesitas saber que he vuelto para ayudarte.
Bajé la cabeza y negué lentamente mientras más lágrimas amenazaban con salir.
—Me rendí hace mucho tiempo…
—¡No! No te dejaré abandonar.
—No sirve de nada que lo intentes —dije apenada, apartando la mirada—. No puedo aguantar más esta situación.
—Claro que sí —respondió, abrazándome con más fuerza, apoyando su cabeza sobre mi hombro—. Te conozco. Sé que puedes luchar y enfrentarte a todos tus problemas, ¿cómo sino has escapado de allí?
Tenía razón, lo había conseguido. ¡Lo había logrado! Una fugaz sonrisa se dibujó en mis labios. Era libre. Aquel pensamiento se volvió palabras.
—¡Soy libre!
—No, aún no… —dijo en tono dulce y sereno, susurrándome aquellas palabras al oído.
—Entonces, ¿cómo conseguiré serlo? —pregunté, sucumbiendo a la oscuridad que atenazaba mi corazón desde hacía mucho tiempo.
—Tienes que enfrentarte a él, es la única manera.
—¿¡Qué!? —Me aparté con brusquedad, deshaciéndome de su abrazo, y alcé la vista, cruzándome con sus ojos verdosos—. ¡No! ¡He conseguido escapar de ese horrible lugar! ¡No pienso regresar!
—Tienes que ser fuerte para enfrentarte a las adversidades…
—¡No! ¡No aguanto más! —grité, ahogando sus palabras.
—¿Por qué?
—¿Para qué quieres saberlo? —Me alejé unos pasos. De repente no confiaba en él—. ¿Apareces aquí, después de tantos años, y me exiges que regrese allí? ¿Qué quieres de mí?
Sin embargo, no hubo respuesta. Andrew paseó la vista por el suelo, sin atreverse a centrarla en mí, y dio una patada al aire. Apreté las mandíbulas, haciendo rechinar los dientes de pura rabia. Su actitud despreocupada me ponía de los nervios.
—Ahora te callas, ¿eh? ¡Cuando se trata de hablar de ti, siempre huyes! ¡Tú también eres un cobarde! —Dejé que mis sentimientos, reprimidos durante largos años de silencio, afloraran por fin—.
¡Contesta maldita sea!
—No es asunto tuyo —masculló con enfado.
—Sí que lo es. Tú me has preguntado, ahora yo tengo el mismo derecho, ¿o no?
—Deberías usar esa fuerza para liberarte, en vez de pagarla conmigo.
Su contestación me dejó clavada en el sitio, sin saber qué responder, qué hacer. A pesar de toda la rabia que ahora mismo sentía, sabía que él tenía razón; otra vez.
—¿Y bien? —preguntó el chico con un gesto mohíno.
—¡De acuerdo! Pero no sé qué hacer.
Vi cómo suspiraba y desviaba la mirada, clavándola de nuevo en el suelo. Se notaba que quería ayudarme, pero a veces, era un tanto brusco.
—Es muy simple: sé tú misma —comentó con soltura, interrumpiendo mis pensamientos—. Todo se reduce a eso. Deja salir lo que has estado guardando en el fondo de tu corazón.
Esas palabras quedaron grabadas a fuego en mi mente y, gracias a ellas, supe que tenía razón. Una mano acarició mi mejilla con ternura, Andrew me devolvió al presente.
—Tienes que volver para contarle a tu madre lo que me ha ocurrido.
—Pero, ¿y si no me cree?
El chico se encogió ligeramente de hombros.
—No tengas miedo, yo te acompañaré.
—Gracias… Me siento tan sola.
Ante mis palabras, Andrew entrelazó sus dedos con los míos y ambos empezamos a caminar, buscando el límite del bosque. Nos llevó mucho tiempo, pero ninguno de los dos quisimos adelantar los acontecimientos y por ello caminamos con tranquilidad y en silencio, escuchando los sonidos del bosque. Mi corazón se aceleraba con cada susurro del viento, pero Andy me calmaba rozando su mano con la mía. En esos momentos me hacía sentir segura y me brindaba una fuerza desconocida para mí.
Le observé largamente, sin que él lo notara. Siempre había estado en mi vida, incluso de pequeños, me pidió matrimonio. Creyendo que era un juego,  había aceptado su mano. ¿Recordaría
aquellas chiquilladas con tanto cariño como yo? Es más, ¿seguiría pensando lo mismo después de tantos años separados?
Cuanto más cerca estaba de la casa, más insegura me encontraba. Andrew se percató de ello en cuanto entramos en el pueblo. No había nadie por la calle, los habitantes estaban comiendo en sus casas. Sólo un perro solitario nos ladró al pasar a su lado. Finalmente llegamos a la verja de hierro y nos
detuvimos frente a la puerta principal. Me quedé paralizada, mirándola fijamente; no podía reaccionar.
Así que mi amigo la abrió por mí, luego me tomó del brazo y nos internamos juntos en el sombrío vestíbulo. Se oía jaleo en la cocina, por lo que nos dirigimos allí.
—¡Hija mía! —se oyó cuando nos detuvimos bajo el marco de la puerta, observando el panorama: en la habitación sólo se encontraban mi madre, mi padrastro y una criada a la que despacharon sin ninguna cortesía, ésta abandonó la cocina esquivándonos con celeridad al salir. Ambos me miraron detenidamente, enfadados. Entonces escuché cuchicheos escaleras arriba; ya se había corrido la voz del incidente.
—¿Cómo te atreves a volver? ¡Has intentado matarme! —estalló mi padrastro.
Ante sus odiosas palabras, Andrew me apretó ligeramente la mano para darme valor.
—Me estaba defendiendo. No quería matarte, tan sólo sobrevivir a tus palizas.
Mi voz fue seria y fría. No parecía la mía. Miré a mi madre, esperando encontrar comprensión en su rostro, pero no fue así: me miraba como a una extraña. Aquello me destrozó por completo y algo dentro de mí se resquebrajó. Estreché los ojos, convirtiéndolos en dos ranuras, y apreté los puños.
—Yo sólo… yo… —se me trabó la lengua, perdiendo todo el valor—. No es justo.
Las lágrimas amenazaron con salir de nuevo. ¿Por qué había vuelto? Mi madre no me creía, ¿qué haría ahora? Mi mente no pudo encontrar respuesta ante tantas preguntas.
—Ha venido a recoger sus cosas —dijo Andrew, poniéndose delante de mí en un gesto protector—. Nos vamos del pueblo.
—¡Ni hablar! No saldrás viva de aquí —gritó el dueño de la casa mientras golpeaba la mesa de la cocina, remarcando cada palabra. Su cara se volvió de un rojo incandescente—. Te he cuidado como si fueras mi propia hija, te he dado un techo donde alojarte y he puesto comida en tu plato. ¿Así es como me lo pagas?
—Sí.
La voz de Andy me sorprendió, ¿de verdad había dicho eso?
—¿Se puede saber quién eres tú? —gritó el alcalde, enrojecido de furia.
—Soy quien le matará si vuelve a tocarla… —murmuró con una total frialdad. El hombre enmudeció, intimidado por su voz, y se encogió en la silla. Entonces, mi mente reaccionó ante su gesto de temor. ¿Cómo había tenido miedo de él? Tan sólo era un anciano débil.
Lo siguiente ocurrió demasiado rápido: Andrew me cogió de la mano y tiró de mí hacia la puerta
principal. Salimos corriendo y mi madre nos siguió torpemente, cuando ya nos habíamos alejado, escuché su grito. Nunca olvidaré sus palabras.
—¡Deberías haber muerto tú y no tu padre!
Agaché la cabeza y hundí los hombros. Andy buscó mi mirada, pero el largo cabello castaño cubrió mi rostro. Doblamos una última esquina, saliendo definitivamente del pueblo. Andrew se detuvo para recuperar el aliento y luego se volvió hacia mí, yo continuaba en la misma postura. El chico aún aferraba mi mano, pero yo no le devolvía el apretón. Me miró durante un largo rato hasta que suspiró.
—Lo siento… Deberías haberte enfrentado tú a ellos —su voz sonaba cansada y triste. Lo cual, me hizo levantar la mirada. Con mi mano libre le acaricié la mejilla.
—No lo sientas. Me has ayudado, es lo que necesitaba —lo dije con la mayor dulzura posible, no quería que se sintiera mal—. Soy yo quien debería disculparse. Acabas de llegar y ahora tendrás que irte del pueblo.
—Eso no importa. Sólo me preocupa tu bienestar.
Aquello me hizo sonreír, pero me asaltó una duda que llevaba rato dando vueltas por mi cabeza. La sonrisa se desvaneció lentamente.
—Andy, ¿por qué te marchaste? Si hubieras estado conmigo, nada de esto habría ocurrido.
—Sabes que siempre he sido pobre. —El chico suspiró de nuevo—. Soy hijo de un humilde
campesino… Nada más.
Fruncí el ceño y le miré sin comprender a dónde quería ir a parar.
—Así que, tuve que irme para poder trabajar en algo que realmente pudiera hacerte feliz.
—¿A mí? Sabes que soy feliz con sólo tenerte a mi lado.
—Lo sé, pero de todas maneras, he estado trabajando duramente para poder comprar esto. Andrew se llevó una mano al bolsillo y de él sacó una sortija: era un simple anillo de oro, no era
lujoso, pues no tenía piedras preciosas, pero era lo más hermoso que había visto jamás. Aquel gesto hizo que ampliara mi sonrisa. De repente, Andy acortó la poca distancia que nos separaba y fundió sus labios con los míos. Fue un beso intenso, lleno de promesas de felicidad y alegría juntos. Al mismo tiempo despertó un nuevo deseo en mí.
Nos internamos en el tranquilo bosque y un rayo de sol se reflejó en aquel maravilloso anillo que ahora lucía mi dedo. Tenía ganas de gritar y saltar de alegría.
—No quiero separarme de ti jamás, ¿vendrás conmigo? —pregunté mientras me acurrucaba en su pecho como una niña pequeña.
—Claro que sí —dijo, abrazándome—. ¿Qué harías sin mí?
Los dos nos reímos por primera vez en muchos años. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que Andrew se había convertido en mi valor y mi fuerza. Además, había despertado un nuevo sentimiento en mí: el amor.



DESPIERTA

Deambular como alma en pena por el hospital en el que morí, no era precisamente lo que a nosotros los muertos nos solían recomendar… “descanse en paz”.
Cada día veía infinitas personas que entraban y salían, unas felices, otras tristes, y otras directamente iban a aquel lugar al que yo jamás podría ir, el cielo.
Lo había intentado todo, hasta aferrarme a una persona que acababa de morir y su alma veía la luz, pero ni con esas había conseguido llegar, no entendía por qué me quedaba en este mundo, y lo que menos entendía era por qué me había tenido que quedar en la planta número siete en la cual perdí la vida.
De eso hacía ya cinco años, pero lo recordaba como si fuera ayer…
Con dieciséis años, mis padres me regalaron por fin la preciosa moto rosa, que siempre veía en el escaparate de la tienda al ir al instituto. Lo primero que pensé al verla, fue ir con ella a casa de Elian, mi pareja y la persona de la cual estaba y seguía tremendamente enamorada a darle una sorpresa, pero algo debió pasar, ya que nunca llegué. A partir de ahí, lo que recordaba era que mi cuerpo no podía moverse, estaba en este mismo hospital, y podía sentir a mi familia alrededor de mi cama. Por lo que oía, estaba en coma permanente y no había esperanzas de que pudiera despertar.
Elian jamás me abandonaba, pasaba las noches en vela hablándome, acariciándome las mejillas, peinando con sus manos mi largo cabello cobrizo y cogiéndome de la mano, me decía que tenía que despertar, que teníamos que hacer tantas cosas juntos, que no podía dejarle solo, que la razón de su vida era vivirla conmigo. Hasta que llegó el fatídico día, y tuvo que ser justo en el momento en que me encontraba a solas con él en la habitación.
Acababa de llegar del instituto y se sentaba como todos los días a los pies de mi cama a contarme lo que había acontecido durante la mañana y a darme la enhorabuena por los exámenes que me había perdido, pero yo sentía que algo no iba bien en mi cuerpo, sentía que algo fallaba, ya no podía oírle, solo el pitido continuo de una máquina me chirriaba los oídos, hasta que me vi.
Estaba ahí, de pie, enfrente de mi cuerpo sin vida, viendo como Elian me gritaba que
no lo dejara solo, viendo como sus lágrimas se derramaban en mis ojos sin vida.
— ¡Elian! ¡Estoy aquí! ¡Elian! ¡No llores amor mío! —le decía aun sabiendo que era en vano.
Entraba y salía de la sala buscando un médico, buscando a alguien que pudiera
devolverle la vida a su amor, pero ya nada fue posible, mi corazón sin vida no latía, pero podía sentir un dolor desgarrador, también yo había perdido al amor de mi vida, y estaba viendo como sacaban mi cuerpo de aquella sala mientras Elian se aferraba a mi mano en un intento por sentirme por última vez.
Tras varios años, seguía aquí, pero ya no era momento de aferrarme a mi pasado, sabía que debía cruzar al otro lado, y sabía que si me alma seguía en el hospital era porque ahí estaba la clave.
Empezaba a estar un poco harta de no poder salir de la planta siete, la planta de los comas y como me pasó a mí, la planta de las muertes y las lágrimas, no sabía que había aquí que pudiera hacer que me liberara, hasta que por fin lo vi, ¿era esa persona que acababa de salir del ascensor la madre de Elian? Después de tantos años seguía igual de guapa que antes.
Debía ir tras ella, ¿a quien iría a visitar? Avanzó rápidamente hasta la habitación 147, la misma en la que yo… pero no había nadie, se encontraba de pie dando vueltas de un lado para otro y estaba muy nerviosa y sollozando, hasta que por fin me di cuenta del porque.
Las puertas de la habitación se abrieron de par en par y una cama entraba conducida por un enfermero, no podía creer lo que estaba viendo.
— ¡Elian! ¡Que te ha pasado! ¡Por qué no abres los ojos! —gritaba mirando su pálido rostro y sintiendo un tremendo dolor en mi interior.
—Es usted la madre de Elian Matheiuws verdad —le dijo el médico a Marian, la cual se llamaba igual que yo.
—Sí, subí a la sala que me indicaron y me dijeron que esperara aquí a mi hijo.
—Lamento decirle que no hemos podido hacer nada para que despierte, su hijo se encuentra en un estado de coma irreversible, háblele, el seguro la escucha.
Me llevé las manos a la boca sorprendida y angustiada por ver a mi querido amor después de cinco años postrado en la cama padeciendo el mismo dolor que yo.
Miles de pensamientos se adueñaron de mi cabeza, ¿era a él lo que estaba esperando?
¿Sería Elian mi salvador?
Me dirigí hacia él y le acaricié la cara, había madurado, debía tener veintiún años, se veía guapísimo a pesar de las heridas, su pelo negro estaba más corto, su piel era más morena pero seguro que sus ojos verdes debían seguir siendo igual de penetrantes que antes.
No me lo pensé dos veces y me acerqué a sus perfectos labios para besarlos, en ese
preciso instante la máquina que mostraba los latidos de su corazón empezó a ir más deprisa casi tan rápido que podía sentirlo en sus labios, me di tal susto que di un vuelco y me aparté rápidamente, ¿Qué podía haber pasado?
Marian llamó enseguida a los médicos que entraron acelerados con un sin fin de
aparatos para comprobar que había pasado.
—Lo sentimos señora, lo que ha pasado es normal en el estado en que se encuentra su hijo, tal vez un sueño le haya provocado esa reacción, pero no son síntomas de que vaya a despertar.
Pero yo sabía que no, sabía que ese beso había hecho que Elian intentara despertar, ahora sabía cuál era mi propósito y que debía hacer si quería ver la luz, debía salvar al amor de mi vida, que mejor misión que esa.
En ese preciso instante, una preciosa joven de unos veinte años, entró llorando en la sala y se abrazó a la madre de Elian.
— ¿Y puede saberse quién diablos eres tú? —le dije aun sabiendo que no me iba a contestar y sabiendo su repuesta.
— ¿Qué le ha pasado Marian? ¿Quién le ha hecho esto? —intentaba decir la joven en medio de un mar de lágrimas.
—Un malnacido se ha saltado el semáforo en rojo y se lo ha llevado por delante, el
coche ha quedado destrozado y ha dado tres vueltas de campana, ahora está en coma y no va a despertar.
— ¡Oh no! ¡Cariño! ¡Tienes que despertar! ¿Qué pasa con nuestros planes? ¡Elian! —le decía aquella chica mientras le acariciaba la mano.
Por un momento quedé en estado de shock, esa mujer que le sostenía la otra mano era su actual pareja, todos mis propósitos se nublaron, quedé paralizada al pensar que Elian ya me había olvidado, cuando yo en cinco años lo quería cada vez más y solo veía el momento de volver a verlo.
La miré con ojos penetrantes, toda mi dulzura se borró de mi rostro.
—Lo siento chica, pero Elian es mío y jamás despertará, yo lo cuidaré mientras este en coma y cuando muera, viviremos felices por fin juntos.
Algo me decía que mi decisión no era la acertada, pero cada lágrima que Ari (que así descubrí al cabo de los días que se llamaba) derramaba, era una como una estaca en el corazón.
Los médicos entraban todos los días a ver la no evolución de su paciente, y siempre
salían cada vez más decaídos, al parecer le quedaban pocos días, se extrañaban de lo que le estaba pasando a Elian, su corazón se apagaba por momentos, no pensaban que fuera tan rápido.
—Elian —le dijo Ari al llegar una de tantas tardes— tienes que ser fuerte, tienes que
despertar, ya sabes que tenemos que cumplir con nuestros planes, tenemos que ir este verano a la playa con mamá.
¿Papá y mamá? ¿Había oído bien? No me lo podía creer, aquella joven era su…
¡hermana! No podía ser, él nunca había tenido una hermana, algo fallaba en esta historia, por lo que seguí escuchando.
—Me dijiste que tú no nos abandonarías, el día que mi padre murió dijiste que nos protegerías, que serías mi hermano mayor y que siempre estarías con nosotras —le seguía diciendo.
Ahora lo entendía todo, yo sabía que Marian había sido madre soltera, al parecer conoció al padre de Ari y debe ser su hermanastra.
¡Estaba dejando morir al amor de mi vida por un ataque de celos que ni siquiera existía! Y lo peor de todo, es que estaba siendo egoísta y solo pensaba en mí, qué más da que esa chica hubiera sido si pareja, la muerta era yo y él tenía el derecho a rehacer su vida.
Cerré los ojos y acercándome a sus labios le besé deseando ver de nuevo su mirada pero, nada ocurría, ya no funcionaba, él no despertaba, mi egoísmo había hecho que el único modo de salvar a Elian ya no funcionara, pero no me daba por vencida y sabía que había una manera, había oído hablar de la apropiación, almas que como la mía no habían encontrado el camino hablaban de eso constantemente por los pasillos del hospital, pero se decía que aquella que lo hacía tenía las puertas del cielo cerradas para siempre.
No lo dudé un instante y sin pensármelo dos veces me apropié del cuerpo de mi
amado, podía sentir el dolor por el que estaba pasando y yo se lo iba a calmar, no sabía que un alma enamorada tuviera tanto poder, solo sé que mientras luchaba con todas mis fuerzas por hacerlo despertar con el aura de mi ser, lo escuché.
—Te quiero Marian —oí en mi cabeza.
Era él, pude sentir lo que me decía, me lo estaba transmitiendo. Mi aura se hizo más poderosa hasta que no quedó nada de mí.
— ¡Marian! —gritó Elian dando un vuelco al despertar.
— ¡Hijo mío! Sí, mi niño estoy aquí tu madre está aquí ¡rápido! ¡Un médico! Mi hijo ha despertado.
—Marian ¡Marian! —seguía gritando Elian — ¡te siento! Marian está aquí madre puedo sentirla, ella me ha curado ¡Marian!
—Hijo, tranquilízate acabas de despertar y estas algo desconcertado, por favor vuelve
a tumbarte y espera a que vengan los médicos y te examinen.
Elian se tumbó en la cama, yo seguía allí a su lado, mi alma estaba desapareciendo, había agotado toda mi aura y además estaba condenada a pasar el resto de la eternidad en este hospital, en unos segundos solo quedaría de mi un susurro en el aire, un sigilo ondeando por el hospital.
Tomé su mano y consumiendo mi último halo de luz le besé.
—Mi último suspiro de amor es para ti —le susurré al oído a la vez que desaparecía por completo.
—Espérame amor mío — respondió Elian cerrando los ojos a la vez que una lágrima caía por su mejilla —espérame.



El bosque

A través de la bruma una delgada silueta se mueve sigilosa entre los árboles del bosque. La acechan varios ojos escondidos en la oscuridad. Tras la hermosa joven, de cabellos oscuros y ojos verdes se levanta una torre de piedra cubierta de musgo. Gira a su alrededor buscando la manera de entrar en ella y poder esconderse de su perseguidor.
Los segundos van pasando. Pronto la alcanzará.
En su interior sabe que el final se acerca al mismo ritmo que su enemigo, pero no puede huir de él. Nunca podrá huir. Sabe que esto debe terminar ahora.
Una nueva iniciativa se abre paso en su mente sustituyendo el miedo y la ansiedad. Se concentra en el sonido de su respiración y suplica por encontrar la fuerza. Todo comienza con una pequeña punzada en la punta de los dedos. El familiar dolor sube por sus brazos lentamente, como perezosas lenguas de fuego, hasta alcanzar la base del cuello. Los árboles comienzan a mecerse más fuertemente a medida que el viento aumenta de intensidad. El río forma remolinos en su cauce y todo se vuelve borroso. Está empezando la conexión y ruega tener el tiempo y la fuerza necesarios para detenerlo; debe hacerlo por su bien, por el de su hija, y por todas las demás que siguen ocultas esperando que esta pesadilla termine algún día.
Sus sentidos se agudizan. Ahora puede oírlo acercarse a ella.
Se gira para afrontar a su agresor, se encuentra ya a pocos metros de ella. La mira intrigado, esperando a que ella actúe. Sabe que no se rendirá fácilmente. Desde la distancia puede contemplar el fuego y la decisión dentro de sus ojos.
Cecilia  respira  forzadamente  mientras  la  energía  se  concentra  por  todo  su cuerpo. Sabe lo que tiene que hacer. Si no acaba con él, ira a por su hija. Las han descubierto. Su madre ha muerto hace pocos días intentando protegerlas, así es como llegó hasta ella el medallón que cuelga ahora de su cuello, el cual, arde sobre su pecho indicándole que le pertenece, que ahora es ella la heredera del legado de Ceara, su tatarabuela. No ha habido tiempo de llorar, no ha tenido tiempo de lamentarse, ha llegado la hora de luchar y de enfrentarse a aquello que ha temido durante toda su vida.
El poder necesario para frenarlo reside en ella, sabe lo que tiene que hacer, sabe que ahora sólo cuenta consigo misma, sabe que su hija sólo cuenta con ella y que si no lo consigue no habrá futuro para ninguna de las dos. Con ellas acabara todo. Aquello por lo que lucharon todas las Farrell, aquello por lo que vivieron y aquello por lo que murieron. Si, sabe lo que tiene que hacer.
Su agresor avanza lentamente hacia ella. Midiendo cada paso que da. No sabe exactamente a que se puede enfrentar, nunca ha visto a una de ellas utilizar su poder, pero está preparado para todo. Sonríe al sentir temblar la tierra bajo sus pies. Sabía que era poderosa.
Otros antes que él se han enfrentado a ellas, casi todos murieron. Casi. Su padre sobrevivió, pero fue desterrado por haber sucumbido a ellas, él está obligado a limpiar su apellido de la mancha que dejo su padre; casi ha cumplido con su propósito, la vieja a muerto, y en un instante lo hará su hija. Sólo le quedará una para acabar por fin con ellas. Por fin la línea de poder habrá finalizado. Y por fin su nombre ya no irá acompañado de la vergüenza. Todo tiene que acabar hoy.
Su agresor la mira complacido. Sus ojos negros están clavados en ella. Los mismos ojos negros. Sabe que su determinación no debe flaquear ni un segundo, él lo aprovecharía para matarla. Cecilia aprieta con más fuerza sus puños cerrados, las uñas se le manchan de su propia sangre al clavarlas en la suave palma. Un conocido temblor se hace dueño de sus brazos mientras va sintiendo cada vez con mayor claridad como todo lo que hay a su alrededor forma parte de ella. El aire. La tierra. El agua. Son ahora parte de sí misma. Hacía mucho tiempo que no sentía esta sensación de poder. La sensación de ser parte de todo y que todo es parte de ti. Como si fueras una piedra más en el bosque. Pero a la vez el bosque fuera un miembro más de tu cuerpo.
El cielo, la tierra, el agua, los árboles, los animales,… todo está dentro de ella, todos responden a sus deseos. El agua del rio gira embravecida esperando su orden, los árboles se agitan frenéticos, los pájaros revolotean encima de ellos mientras el cielo se cubre de nubes negras, todo está preparado, todo está a la espera de que ella pueda alcanzarlo.
Veía el poder. Antes lo intuía. Ahora lo veía. Más satisfecho que alarmado contempla como la mujer toma el control de todo lo que los rodea, observa como el agua forma remolinos, como el cielo se ha cerrado ocultando todas las estrellas, la tierra tiembla y los animales se remueven agitados por todas partes. En unos pocos minutos será tarde. Tiene que actuar deprisa pero lamenta no poder ver como acabaría esta demostración de poder, como sería ver en acción a una de ellas.
Levanta lentamente el brazo por encima del hombro en busca de su espada. El acero silva al salir lentamente de su vaina. La erupción de un géiser en el río, el temblor de la tierra a sus pies que ha aumentado su potencia, el viento que ruge ensordecedor en sus oídos. Ya nada lo distrae. Ya nada lo puede desviar de su propósito. Camina inexorable hacia su presa levantando su gran espada sobre su cabeza con todos sus sentidos puestos en aquello que le enseñaron desde pequeño. Sólo había una razón para su existencia, sólo había un motivo para toda su formación: Ellas debían morir.
Unos segundos más. Unos segundos más. Cecilia se concentra en poder ganar ese tiempo para completar su conexión. Necesita más tiempo. Pero sabe que no lo tiene. Todo  lo  demás  es  inútil  sobre  el  cazador.  Solo  los  elementos  pueden  frenarlo. Demasiado tarde la tierra comienza a abrirse formando una profunda grieta entre los dos. El viento le levanta el cabello y siente que pronto llegará al punto máximo de conexión. Cecilia abre los ojos y ve a su enemigo sobre ella. Sus ropas vuelan frenéticas sobre su musculoso cuerpo. Su cabello rubio le tapa parcialmente los ojos de cuervo. Observa como levanta la pesada espada de acero sobre ella, el mango de bronce muestra unos intrincados símbolos celtas, no era la primera vez que veía una de ellas pero si la primera vez que se blandía para hacerle daño.
Es demasiado tarde. Entonces lo comprende No hay otra alternativa.
Relaja el cuerpo y deja que el poder se disuelva. Todo se queda quieto a su alrededor, el bosque vuelve a la calma y el fuego desaparece de su cuerpo. Solo le queda una cosa por hacer. Debe proteger a Catarina, su hija. Con las manos manchadas de su propia sangre aprovecha los últimos instantes antes del ataque para arrancar el pesado medallón del cuello.
El metal, en forma de triángulo, comienza a enfriarse en su mano, símbolo de que todo está cambiando, de que su fin se acerca. Se lo lleva a los labios y recita las palabras  que  romperán  la  conexión  con  su  familia,  con  su  hija,  haciendo  que  el medallón desaparezca de su mano para reencontrase con la próxima en la línea de sucesión. Lágrimas de tristeza resbalan por su rostro. Siente dejarla sola.
El cazador ruge al comprender lo que acaba de suceder. Ya no la encontrará. La bruja, entre lágrimas, sonríe. Ha salvado a su hija.



La leyenda de Damira y sir Ackles

Hubo una historia transmitida de generación en generación. Pasó por tantas y tantas bocas, que terminó convirtiéndose en leyenda. Es una historia cruel, inusual y fantástica. Difícil de creer, pero tan cierta como que existen los dragones.
Mi nombre es Eklair y soy el mozo de cuadra del infante Potor. Sí, trabajo en las caballerizas y sé escribir. Pero es tan cierto como que existen los dragones. Dibujo las letras con ligereza, mi pluma se mueve fácilmente sobre el papel, un papel gastado y un tanto sucio que conseguí, pero no voy a contar como. Tengo dieciséis años, ya soy un hombre, aunque mi tío diga que todavía me falta por lo menos un año más. Me gustaría estudiar y no limpiar estiércol. Pero no soy nadie importante y el saber es para los afortunados.
Hace años, cuando era un niño, ayudé a una joven a la que unos rateros incordiaban. Los espanté soltando a sus caballos, que corrieron por el monte velozmente. Cuando los dos rateros persiguieron sus monturas, advertí a la mujer que era mejor irnos ya. Cuando nos detuvimos para descansar, me miró con unos ojos verdes irreales, se quedó mirándome fijamente, con la boca abierta.
Me ofreció un regalo por haberla salvado y dijo que su casa quedaba cerca. Estaba acostumbrado a la amabilidad de la gente del pueblo. Esta mujer no iba mucho por él, pero la había visto con anterioridad, por lo que no me lo pensé mucho y decidí ir. Quería un regalo, ya que había sido un héroe.
Vivía en una cabaña pequeña, debajo de unos grandes árboles. Me dio algo para secarme y me sirvió un caldo para calentarme. Sin ceremonias, le pedí mi regalo. Recuerdo que volvió a reírse, con una voz extraña, como ella.
—Muy bien, te daré tu regalo.
— ¿Y qué es? —pregunté.
—Una historia.
Mi cara se arrugó de decepción. ¿Una historia? Pues vaya regalo. Yo era un héroe, merecía algo mejor, pero la mujer estaba decidida a contármela y no me quedó más remedio que escucharla.
Hace muchos años, en este mismo reino, hubo un rey muy poderoso, el rey Rámtre de Laconia. Era un hombre que se había casado muchas veces, porque todas sus mujeres morían durante el parto de sus hijos, y estos se iban con ellas. El tiempo pasó y el rey desesperó, necesitaba un heredero y se hacía viejo. Pronto, ninguna mujer noble del reino se quiso desposar con él, pues decían que su semilla llevaba a cualquier mujer a la muerte.
Al no tener otra opción, decidió buscar esposa en una plebeya del pueblo. Entonces conoció a una lechera, de nombre Meclodia. La pequeña flor que nace entre las malas hierbas, decía él. Con el cabello dorado siempre recogido en una trenza, la tez blanca y los labios rosados. La joven no pudo oponerse a los deseos de su rey y a los pocos meses, quedó encinta. El momento del parto era temido por todos, el rey se paseaba por su castillo nervioso. No sabría qué hacer si esta vez las cosas no salían bien.
Meclodia, como se auguraba en el pueblo, murió durante el parto, pero esta vez, la criatura sobrevivió. El rey no cabía en sí de gozo cuando la matrona se lo dijo, hasta que descubrió que su reina plebeya le había dejado una niña. Una pequeña y rubicunda niña, que agitaba sus puñitos con alegría, que era fuerte y sana, y que había desafiado las predicciones que la gente hacía sobre su muerte.
Sin embargo, Rámtre no quería que su reino fuera gobernado por una mujer, la dejó en palacio a cargo de una nodriza y al día siguiente se casó con la panadera. Si una lechera casi había conseguido lo que ninguna dama había podido, era muy posible que la panadera lo hiciera mejor. Pero no lo hizo. Ni la hija del herrero, ni la hermana del zapatero, ni la niña de la cocinera, ni la viuda de su guardia real, ni la hija del leñador. Las mujeres morían una tras otra durante el parto y el pueblo se levantó contra su rey exigiendo que cesara en sus matrimonios y que dejara reinar a su hija.
El tiempo pasó y la pequeña niña, de nombre Damira, creció sana y feliz, siendo muy querida por su pueblo y recibiendo poca atención por parte de su padre, que se interesaba más por sus matrimonios. Cuando este vio que la única manera de que el reino continuara gobernado por sus propia sangre era que Damira heredase el trono, puso todas sus fuerzas en encontrarle un marido adecuado, uno que fuese regente hasta que su nieto naciera y fuese el nuevo rey.
A sus catorce años, Damira se veía comprometida y a los quince casada con el duque de Marfastade, un joven apuesto diez años mayor que ella. Había sido el único que había aceptado ser regente y no rey, como correspondía, pero pronto se dieron a entender sus razones. Rámtre fue encontrado muerto en la cama, víctima de la picadura de una extraña víbora. La princesa Damira, adorada por su pueblo, desapareció al mes siguiente. Marfastade tenía un reino ahora y lo gobernaba a su antojo, siendo cruel con los aldeanos, avaro con los trabajadores y arrogante con sus pares.
Nunca más se supo de la princesa Damira y se dio por muerta aún cuando su cuerpo nunca fue hallado. Los años pasaron y el nuevo rey cosechaba cada día el odio de su pueblo. Era un lugar aislado y pocos forasteros llegaban a él, por eso, cuando un caballero llegó, la noticia corrió como la pólvora.
Sir Ackles llegó un día de tormenta, resguardó a su semental en los establos de un posada y entró en ella. La posada, que hacía las veces de taberna, albergaba en ella mineros, leñadores, al herrero, al panadero y a sus mujeres, incluso algunos niños. Un silencio repentino lo recibió, las hazañas del caballero eran conocidas por todos en el reino, eran historias que viajaban por los condados, las aldeas e incluso los países. Nadie sabía de donde venía él, a qué reino pertenecía, pero siempre iba allí donde lo necesitaban.
Su figura alta se hizo paso por entre la gente, de cabello del mismo color que el bosque más oscuro, empapado por la lluvia y mojando su capa, igualmente negra. Sus vestimentas no iban mucho más lejos de ese color, algo gris, algo azul, y mucho negro. El hombre iba sin escudo en ninguna de las prendas, con la espada colgada en la cadera.
—Tabernero, una habitación —se acercó al dueño de la posada y le tendió un saquito de oro. El hombre tardó en reaccionar, pero llamó a su hija para que le preparase una habitación al señor y a su mujer, para que le sirviera un plato de comida caliente.
Sir Ackles se sentó en una mesa vacía y todos los ojos de la habitación lo seguían, hipnotizados, sin decir una palabra. Comió en silencio, sin presentarse, a pesar de que no hacía falta, sin explicar a qué había ido a Laconia, sin esperar preguntas de los demás, solo prestándole atención a su comida, hasta que un pequeño niño se acercó a él y con la inocencia propia de la infancia, preguntó:
— ¿Habéis venido a matar al rey? —los aldeanos contuvieron el aliento, esperando que así fuera.
— ¿Y por qué iba a matar yo a vuestro rey? —sus ojos azules como el cielo, nebulosos como el invierno, se clavaron en el niño.
—Porque es malo —respondió el pequeño.
—Una buena razón para darle muerte, entonces. ¿Pero quién reinara si lo mato? Un reino necesita un rey.
—La princesa Damira —contestó el leñador, cuya hija había muerto dando a luz al hijo del anterior rey.
— ¿Y dónde está esa princesa? —preguntó Ackles.
—Se dice que el rey la tiene cautiva —continuó el viejo leñador con la voz temblorosa—. En el mar.
Sir Ackles pareció curioso por ese dato, pero no dijo nada más, simplemente se retiró a su habitación. Al día siguiente, tres guardias reales habían ido a buscarlo. El rey Marfastade quería ver al forastero, así que a sir Ackles no le quedó más remedio que ir al castillo.
Una vez allí, Marfastade exigió una explicación de por qué estaba allí, sabiendo la historia de sir Ackles, y este le respondió sin reparos, sin alterarse por la presencia de los numerosos guardias que estaban en el vestíbulo del palacio.
—He venido a mataros a vos, por petición de vuestro pueblo y a devolverle el reino a la princesa Damira.
— ¿A matarme? No creo que eso sea tan sencillo —con una seña, alertó a los guardias, que atacaron al caballero.
Sir Ackles luchó con valentía y agudeza, hasta que el último de los guardias estaba muerto o herido. Marfastade observó como sus defensores caían ante la fuerza de un solo hombre y con horror se negó a aceptar su muerte. Por eso, cuando sir Ackles se acercó a él con su espada ensangrentada en alto, hizo su último movimiento.
—Si me matáis, Damira morirá conmigo.
Ackles se detuvo y lo miró con suspicacia.
—Por el contrario, si aceptáis el trato que os propongo, todo será posible —continuó Marfastade.
—Os escucho.
—Si vos encontráis a mi esposa antes de que salga el alba del nuevo día, yo le devolveré su reino pacíficamente. De no ser así, todo se quedará como hasta ahora —después de hablar, el rey rezó para que su oponente aceptara el trato que tan fácil ganaría. Era imposible que nadie encontrara a la princesa Damira.
—Muy bien, antes del alba del día de mañana la traeré ante vos y tendréis que dejar la corona —el filo de la espada brilló cuando la envaino en su funda, antes de irse a paso ligero.
Marfastade sonrió satisfecho, seguro de su victoria.
Sir Ackles volvió a la posada y se dedicó a preguntar a la gente por qué pensaban que Damira estaba en el mar. Los aldeanos le dijeron que si uno se acercaba al acantilado podían oír su voz guiada por el viento pedir ayuda y que nadie tenía una voz igual a la de la princesa.
Le contaron por qué la querían, como ella de niña corría por todo el pueblo regalando flores, como cantaba cuando las iba a recoger al bosque, como cuidaba de los animales heridos, como su sonrisa hacía salir el sol. Y habían pasado cuatro años sin que el sol brillara realmente en Laconia, alejado por la maldad de Marfastade, que había matado a su suegro y quitado el reino a su esposa.
Ackles fue al acantilado, donde las olas rompían con furia contra las rocas. El viento le daba en la cara y silbaba, era difícil oírlo, pero después de intentarlo un rato, escuchó como una voz se sobreponía al ruido del mar y el viento. Una voz cristalina, cantando con pena. No era capaz de creerlo. Se quedó durante un rato más, oyendo la bella voz de la mujer. Había algo en ella que lo cautivaba, que lo llevaba lejos de sus batallas, de las guerras y de las luchas. Lejos de la muerte y la vida oscura a la que estaba acostumbrado. Esa voz le daba paz. Pero no tenía tiempo, debía actuar con presteza si quería rescatar a la princesa y eso iba a hacer. Ya no solo por el pueblo de Laconia, sino por esa pobre joven que había estado encerrada durante años.
No podía imaginar qué tipo de magia podía causar tal cosa, algo fuera de su alcance, por lo que partió rápidamente a caballo para ir al pueblo de Monzar y buscar a una bruja que conocía. Para cuando regresó al acantilado con la hechicera, ya estaba atardeciendo.
Issbalda, así se llamaba la bruja, enseguida de dio cuenta de que había algo extraño ahí. Era fácil percibir los gritos de la princesa, lo difícil era saber cómo detener lo que la bloqueaba.
— ¿Y bien? Sabéis lo que está pasando ¿no? Vos me enviasteis a este pueblo, tenéis que saber cómo detener esto —dijo sir Ackles.
—Os envié aquí para que acabarais con el sufrimiento del pueblo, habéis encontrado a la princesa y yo sé lo que la retiene, pero no cómo romper el hechizo.
»Ella está atrapada. Su celda no es visible para nosotros, permanece en dos mundos, lejos y a la vez cerca del nuestro. Sigue aquí y no. Un muro la detiene, no nos deja alcanzarla y para liberarla, tendréis que romper ese muro.
— ¿Cómo? —preguntó él, exasperado por las palabras de la bruja.
—Debéis averiguarlo.
Dicho esto bajó a la playa y se sentó en la arena húmeda, dejando a sir Ackles solo con su desconcierto. Enseguida despertó de su ensimismamiento y buscó la manera de poder romper ese muro mágico. Lo primero que le vino a la cabeza fue probar con una catapulta y así lo hizo. Buscó a la gente del pueblo y le contó su propósito, los laconianos aceptaron ayudarle y se dirigieron al acantilado. Pusieron antorchas en él y en la playa, para iluminar el lugar, donde la mayoría del pueblo se reunía, ansiosos por liberar a su reina. Sacaron una vieja catapulta que el rey Marfastade había desechado y desde el acantilado la dispararon. La gran roca sobrevoló el mar limpiamente, hasta que se paró de pronto con un gran estruendo y calló al agua, como si hubiera chocado contra un gigantesco muro. La gente era incapaz de creer lo que había sucedido, pero sus ojos no los engañaban y lo que habían visto los llenó de decisión.
Probaron varias veces con la catapulta, pero sir Ackles, después de ver el primer intento fallido, sabía que no serviría de nada. Debían encontrar otra manera.
—Sir Ackles, esto no funciona ¿se os ocurre algo mejor? —le preguntó un muchacho robusto que disparaba la catapulta.
—Fuego de dragón —ante sus palabras, los hombres que estaban junto a él en el acantilado, lo observaron sorprendidos.
— ¿Fuego de dragón? Pero eso es imposible. ¿Cómo podríamos conseguirlo?
Los hombres hablaban entre ellos. Jamás habían visto un dragón, pero en algunos pueblos se hablaban de sus destrozos. Eran criaturas peligrosas y muy difíciles de ver. Salían de sus escondites cuando alguien entraba en su territorio y a menudo para mostrarse muy violentos.
—Sé de un lugar donde hay uno, pero no daría tiempo. Solo tenemos hasta el alba si queremos que Marfastade le de la corona a la princesa —les explicó sir Ackles.
—Pero al menos podremos liberarla a ella —dijo uno de los hombres.
—Sí, pero todo el pueblo estaría bajo el yugo de ese tirano y estoy más que seguro de que emprendería una venganza contra vosotros.
Sir Ackles estaba seguro de que el fuego de dragón serviría, era un fuego diferente al común, con propiedades mágicas y poderosas. Podía quemar bosques enteros en horas o no herir a nadie si el dragón a sí lo quería, podía aguantar años sin apagarse en una antorcha, podía deshacer la piedra de los castillos y fortalecer ciertos materiales. Y era lo que podría romper ese muro y liberar a la princesa, pero encontrar al dragón le llevaría días, semanas… pero no se le ocurría otra opción.
— ¿Y si lo intentamos con fuego normal? Tiraremos heno ardiendo.
Ackles los dejó probar diferentes métodos sin prestarles atención. Debía ocurrírsele la manera de llevar el fuego de dragón hasta Laconia. Tal vez despertar la furia de un dragón, pero no sabía de ninguno que estuviese lo suficientemente cerca. La noche avanzaba y el alba se acercaba.
— ¿Y bien, sir Ackles? ¿Ya sabéis cómo romper el muro? —Ackles levantó la vista y se encontró con Issbalda, que lo miraba con sus brillantes ojos verdes.
—Creo que el fuego de dragón sería lo suficientemente fuerte, pero no sé como conseguirlo en tan poco tiempo —contestó él.
Issbalda pareció pensativa.
—Sí, es una buena idea, pero mucho me temo que traer ese fuego aquí sería muy difícil, aun cuando tuvierais más tiempo.
— ¿Y qué puedo hacer entonces? No podré liberar a la princesa y derrocar a Marfastade. He fracasado.
Ella le sonrió, indulgente.
—Sir Ackles, ¿podríais hablarme de las propiedades del fuego de dragón?
Él pareció confuso, pero hizo lo que le pidió.
—El fuego de dragón es poderoso, puede quemar grandes superficies en poco tiempo, puede se ignifugo si lo quiere el dragón. Incluso es capaz de destruir la más sólida de las rocas o solidificarla para hacerla más resistente.
—Así es, puede darle propiedades mágicas a aquello que forja —añadió ella suavemente.
Sir Ackles enseguida entendió lo que la hechicera quería decirle. La miró con los ojos abiertos como platos y bajo corriendo el acantilado. Necesitaba llegar a donde estaba ese muro mágico, necesitaba una embarcación. El mar ese día estaba tranquilo, así que la pequeña barca que encontró serviría. Los aldeanos lo vieron partir, incrédulos. La catapulta dejó de funcionar y sir Ackles remó con brío. La respuesta estaba junto a él, siempre junto a él.
Llegó a dónde empezaba el muro invisible, dejó los remos dentro de la barca y sacó su espada. Una espada que su padre le había regalado, forjada por fuego de dragones, poderosa e indestructible. La levantó con las dos manos y la bajó en el aire, hasta que chocó con algo tan duro como la piedra. La espada hizo una grieta en el espacio y durante unos segundos lo cegó la luz que emanaba de él. Una vez más, sir Ackles apuñaló el muro invisible, hasta que se rompió en mil pedazos, como los cristales de un espejo. Cuando el alboroto hubo pasado, la vio.
Una joven con cabellos de oro, vestida con harapos, estaba en medio del agua, sobre una plataforma rodeada de rejas negras. Lo vio con dos enormes ojos azules, asustados y pálidos, fijos en Ackles, así como los de él estaban fijos en ella.
Una vez en tierra, los habitantes de Laconia recibieron a la frágil princesa entre gritos de alegría, pero una voz prudente recordó que había que llevarla ante Marfastade para que cumpliera su palabra, le diera su trono a Damira y se fuese del reino para siempre.
El antiguo duque no se tomó bien la derrota, tan seguro como estaba de su triunfo, pero su miedo ante sir Ackles lo llevó a irse sin causar problemas y así el pueblo vio como su legítima reina gobernaba, pues ese era su destino. Un destino que le había sido difícil vivir, primero siendo su padre el que se opuso y después el duque, que había terminado por impedirlo.
Sir Ackles se quedó en el reino durante algunos años, viendo como el pueblo prosperaba bajo el influjo de su nueva reina. Damira jamás había dejado de agradecerle su ayuda y lo hizo un par del reino, contando siempre con sus opiniones y consejos, afirmando que era un gran amigo. La gente solo podía aventurar cual era el motivo por el cual el caballero se quedaba en el pueblo y la teoría que hablaba sobre el amor que él sentía por la reina no era la más descabellada. Otros aseguraban que si todavía estaba ahí era porque el peligro seguía acechando a Laconia.
Finalmente, la venganza de Marfastade se llevó a cabo y a principios de verano, comenzó el asedio. Mientras la gente luchaba Marfastade observaba desde una colina el espectáculo, ansioso de recuperar su trono. Sin embargo, había subestimado una vez más a sir Ackles, que había llegado al pequeño campamento de la ofensiva. Su espada era especial por haber sido forjada con fuego de dragón, pero a pesar de todo seguía siendo de acero y fue ese acero el que le quitó la vida al villano, liberando así al pueblo y cualquier rastro de influencia que pudiese tener en Damira por manos del matrimonio.
Días de paz sobrevinieron a la batalla y cuando nadie se lo esperaba, sir Ackles desapareció. Nadie en el pueblo daba crédito a lo ocurrido y solo una persona en el reino había tenido una explicación del por qué de su marcha.
Damira canturreaba mientras recogía las coloridas flores silvestres. Añoraba la compañía de Ackles, pero entendía su posición. Él tenía como misión salvar a aquellos que lo merecieran y vivía para eso. Afirmaba que otros necesitaban su ayuda y que Laconia era por fin un pueblo libre. No obstante, le había prometido a Damira visitarla en el siguiente verano, y eso le había dejado un solo pensamiento.
«Tal vez entonces…»


Ese había sido mi regalo, una leyenda que no era fácil de creer. A esa edad, no entendí el final, pero ahora, que soy un hombre… sigo sin entenderlo.
Esa bruja me dio un regalo más, me dio una verdad. Aseguró que ella había visto un retrato de la mismísima princesa Damira junto a su fiel protector, sir Ackles, y que yo tenía los ojos de ella y el cabello de él. Sería curioso y doloroso de ser cierto, porque si yo era descendiente de una reina, no debería ser mozo de cuadra. Nunca volví a ver a esa mujer, nunca la encontré de nuevo en el bosque, aunque la busqué con ahínco.
No hubiera creído sus palabras de no ser porque este año recibí el legado de mi padre, que había muerto años atrás.  Una espada que había pasado de generación en generación en nuestra familia, una espada grande y que brillaba como si la acabaran de forjar. Desprendía un halo de poder, casi parecía que estuviera tibia aún, como si no se hubiera enfriado todavía. Como si la hubiera forjado un dragón.
Imposible de creer, pero tan cierto como que existen los dragones.





Este concurso no hubiese sido posible sin la colaboración de  Ediciones Versatil, agradecemos enormemente a Eva e Irene, (las responsables que nos ayudaron en este concurso) la colaboración prestada , la dedicación y la paciencia que han tenido con nosotros!

¡Millones de gracias y mucha suerte a los finalistas!

8 comentarios:

  1. hay una bloguera que dijo que uno de sus relatos es finalista: ese es el link

    http://inesysuslibros.blogspot.com.ar/2013/01/concurso-de-relatos-finalistas-y.html

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    Respuestas
    1. Si, lo hice, previo consentimiento de la administración de este blog.
      ;)
      Gracias por darle publicidad a mi post.

      Eliminar
    2. Cierto, Ines contaba con mi consentimiento para anunciar que es finalista sin publicar cual es su relato :)

      De todos modos gracias por el aviso.

      Saludos

      Eliminar
  2. A votar, Mucha suerte a los finalistas. Desde aquí os doy las gracias a todos por vuestra participación. Tengo que decir que cuando pensé en la idea del concurso de relatos no estaba convencido de que se apuntasen tantas personas, de estos miedos muchas veces le tengo dicho a Eva que seria un fracaso, pero conforme llegaba el final del plazo de presentación mas y mas relatos llegaban al correo.

    Este va a ser el primer aniversario de este Blog creación EXCLUSIVA de Eva, le deseo lo mejor en esta aventura y que dure muchísimos años mas. Que este sea el primero de muchos aniversarios y que nos sorprenda con muchísimas novedades a lo largo de los mismos.

    Un beso y un abrazo enorme

    Gracias por participar

    y

    Mucha Suerte a Todos

    Como diria Julio César al cruzar el río Rubicón de camino a la Galia: Alea Iacta Est.

    Nos leemos chic@s

    ResponderEliminar
  3. ¡¡Muy buenos relatos todos!! Me han encantado.

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  4. Ya he votado! Muchas gracias por el concurso, disfruté mucho participando :)

    Un besito

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